Sobre el espíritu del contrato en masas y las reformas al derecho del consumo

Columna publicada originalmente en ElMercurio el 22.12.2020

 

Dr. Sebastián Bozzo              Dr. Rodrigo Barcia

La aplicación de teorías objetivas al contrato se han hecho cargo de los problemas que ha generado la contratación en masa y del denominado Derecho de condiciones generales y del consumo. Las tesis objetivas, que son complementarias a la tesis subjetiva o del consentimiento, se han desarrollado a tal nivel que amenazan con desplazar al principio de la autonomía privada como piedra angular en la determinación de los efectos del contrato. En este sentido, muchos autores han destacado el conflicto que se genera entre los principios de autonomía privada y la buena fe (ATAZ LÓPEZ, SCHOPF y un largo etc.), pero la dogmática civil ha ido un poco más lejos y se ha comenzado a propender como principio de la esencia del contrato al que se ha denominado como principio de solidaridad o colaboración contractual. Esta tesis ha sido planteada como una forma de justificar un deber secundario o funcional de comportamiento del acreedor (CHAMIE, PRADO) o, en materia de consumo, se plantea como un principio abstracto la protección al contratante débil, que sería el consumidor.

Estas corrientes contractuales son, sin embargo, menos científicas que una que no viene del campo de la filosofía política, sino de la economía. Nos referimos al Análisis Económico del Derecho (AED), que ha tenido una interesante evolución no solo desde la propia economía, sino desde la psicología y otras ciencias sociales. La tesis del equilibrio contractual como criterio de aplicación del contrato se aleja de nuestra cultura jurídica, como se desprende del concepto de contrato oneroso conmutativo (art. 1441 CC), de la forma de regular la lesión enorme (solo se interviene excepcionalmente el contrato y en la medida que el desequilibrio y el perjuicio sea enorme), la aplicación subsidiaria de la equidad natural en materia de interpretación contractual (art. 24 CC), etc. El Derecho civil tradicional deja el equilibrio del contrato a la libertad contractual y solo se afecta el contrato en la medida que se produce un desequilibrio grave. El precio en la compraventa no tiene por qué ser “justo”, tiene que ser libremente convenido y real (es decir, no irrisorio).

Sin embargo, la contratación masiva presenta problemas que no se pueden abordar conforme a la tesis clásica del contrato. Y la intervención del contrato, por parte del juez, se ha comenzado a extender mucho más allá de lo que la visión tradicional del contrato contemplaba. En materia de consumo, la intervención del juez se justifica en la protección del consumidor, como “contrate débil”. El Derecho del consumo ha permito que el juez intervenga el contrato a través de lo que se ha denominado como cláusulas abusivas grises (a través del desequilibrio contractual y el principio de la buena fe), en la letra g) del artículo 16 de la LPC). Y, además, se suman una serie de regulaciones específicas, como de publicidad engañosa, productos peligrosos, que aumentan los poderes discrecionales para la intervención judicial del contrato.

La influencia del AED en el campo legal ha sido enorme y, sin ánimo de ser exhaustivo, se puede señalar que la forma de entender el dolo omisivo, el error determinante, la previsibilidad del daño, en la causalidad jurídica o normativa, se sustentan en esta área del Derecho. Incluso se puede señalar que ha habido distintas olas de AED y que las últimas son en realidad Derecho. En un comienzo, la relación entre la economía y el Derecho no fue buena, siendo la crítica desde la economía hacia del Derecho bastante devastadora. Sin embargo, el trabajo en distintas escuelas de Derecho, a nivel americano y europeo, han llevado a que haya una simbiosis entre estas dos disciplinas que lleva incluso a que hoy sea difícil diferenciarlas. Y la aplicación del AED al Derecho de consumo se puede hacer a través de la buena fe.

La buena fe ha dado lugar a deberes estatutarios de conducta en los contratos, como deberes de confidencialidad, lealtad contractual, garante, entre otros. Estos deberes tienen un marco común de referencia, como lo es el funcionamiento del mercado. El equilibrio contractual no puede ser un criterio de revisión del contrato y, eventualmente, tampoco de integración de este. Incluso, el concepto de la protección del consumidor en sí mismo puede ser equívoco. Ello se debe a que si los costos regulatorios los sufre el productor y puede traspasarlos a precio, entonces al final del día dichos costos los terminará pagando el consumidor, o bien podría terminar impidiéndose del todo la actividad. Lamentablemente, algunas reformas, que han pretendido “proteger al consumidor” simplemente han destruido el mercado. Esta destrucción de mercados se ha traducido en que el consumidor ha debido recurrir al mercado informal. La reforma a la tasa máxima convencional ha expulsado a los últimos quintiles del mercado financiero formal. Esa reforma ha generado que los consumidores deban recurrir a tasas informales (esta es una forma elegante de referirse a mafias de prestamistas), que van entre 100% y 480% anual (según indicara el diario el Pulso). Algo parecido podría ocurrir con la intervención judicial del contrato.

La intervención judicial en la contratación masiva, hoy totalmente necesaria, debe acotarse. Y para ello se debe recurrir al principio de la buena fe. La buena fe se concretiza al caso concreto a través de lo que se denomina como cláusula general. Pero el comportamiento ideal, al que se debe someter principalmente el productor, es un comportamiento conforme al mercado. Ante la necesidad de que el contrato sea intervenido debe reconstruirse desde su esencia, es decir, del funcionamiento del mercado perfecto. El contrato, que se celebra bajo una condición de mercado perfecto, no es está sujeto a reproche axiológico alguno (se supone que a ello también conduce la propia autonomía privada). La autonomía privada es un mecanismo provechoso porque genera el mejor intercambio que se puede producir entre hombres libres e iguales. El contrato perfecto es una consecuencia del mercado perfecto. Si el contrato no cumple su fin distributivo y generador de riqueza, entonces el mercado no está funcionando como un asignador de recursos. Por ello es que el principio de buena fe se debe articular para evitar fallas de mercado. La detección de fallas de mercado es de la esencia del Derecho actual. A lo menos de los países prósperos. De hecho, la intervención del contrato, a través de la protección del consumidor, se sustenta en “una falla de mercado”. El concepto de falla de mercado nos permite realmente proteger al consumidor, desde que lo reconduce o acerca al productor al mercado perfecto (suponiendo que sea este el que desvía el contrato de su fin normativo). Y esta forma de entender las cláusulas generales —que se deben enterar conforme a la buena fe— tiene dos claras ventajas. La primera es que el productor no puede transferir el costo regulatorio al consumidor. Así, el productor que no aplica la mejora regulatoria quedará fuera del mercado. La segunda ventaja es que la corrección regulatoria de la falla (a nivel de sentencia o norma) beneficiará a la sociedad (tanto al consumidor como al productor). Los conceptos objetivos, a través de los cuáles se corrige la falla y se fijan los contornos de la cláusula general, son los siguientes: externalidades (positivas y negativas), costos de transacción, problemas de agencia y asimetrías de información (información distributiva o no productiva). Hemos dejado fuera los comportamientos antimercado, como el monopolio, la fijación de precios colusivos, entre otros.

La regulación del dolo y el error, por ejemplo, está muy influenciada por el AED. El dolo omisivo, como destaca BULLARD, no siempre debe dar lugar a la nulidad del contrato. La tesis subjetiva del dolo, entendido como maquinación fraudulenta de larga data en el Derecho chileno, había sido desplazada a través de un concepto objetivo. El concepto objetivo de dolo permite al juez intervenir el contrato de forma más coherente y con un mayor grado de certeza. Por ello, los pandectistas alemanas entendían al dolo como “el engaño provocado”. El dolo entendido de esta forma es un concepto más científico y coherente, alejado del imposible que para el juez representaba el desentrañar una intención de dañar en el incumplimiento o en la celebración del contrato. Pero esta forma de entender el dolo no deja de generar ineficiencias. Ello, por cuanto pareciera que las partes que celebran un contrato tienen la obligación de revelar incluso la información estratégica que posee cada una. Y eso no parecer ser jurídicamente adecuado ni tampoco justo. Así, los profesores Cooter y Ulen señalan que en la medida que se produzca una asimetría de información entre las partes (en la etapa de formación del consentimiento) habrá un deber de declarar solo si la información es distributiva (no si es productiva). Y las partes no están obligadas a revelar la información productiva, no solo porque esto es injusto, sino porque ello impediría la formación de riqueza, es decir, se afectaría el bienestar futuro de la sociedad. Así se ha entendido por la doctrina civil española que las partes no tienen un deber de declarar la información que no repercute en el precio del contrato (DE VERDA y BEAMONTE). Ello es de toda lógica, por cuanto si la información se ha obtenido legítimamente y genera valor solo tiene derecho a ella quién haya pagado los costos de su obtención. De lo contrario, en el futuro esta información no será proveída por el mercado, lo que terminará perjudicando al consumidor (otro ejemplo de esta posición se puede ver en: BARCIA, Análisis de la letra g) del artículo 16 de la Ley de Protección de los derechos de los Consumidores a la luz de la jurisprudencia, en: Sentencias destacadas, Libertad y Desarrollo, 2017, pp. 103-120). Ahora bien, estas tesis no necesariamente se enfrentan con las tesis que proponen la colaboración en el contrato, pero si se alejan de las que ven en el contrato una fuente de igualdad o de generación de buenas políticas distributivas, desde el contratante rico al pobre.

Esta forma que se propone de ver el Derecho del consumo naturalmente que terminará protegiendo de mejor forma al consumidor, desde que en el fondo promueve al contrato perfecto. En dicho contrato, las partes maximizan sus expectativas, pero además maximizan el beneficio social. Lamentablemente, las reformas al Derecho del Consumo que hoy se discuten en el Congreso (reforma en materia de endoso y retracto de pasaje aéreo, de las primas de los seguros asociados a créditos, entre otras) van en la línea de proteger equivocadamente al consumidor. Ello, por cuanto los costos que establecen para el productor o será traspasado al consumidor o derechamente impedirá la actividad.

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