¿Activismo o garantismo? Corte IDH y defensa del derecho al medio ambiente sano y los derechos de los pueblos indígenas. Comentario a la sentencia del caso “Comunidades indígenas miembros de la asociación Lhaka Honhat vs. Argentina”

Esta columna fue publicada originalmente en elmercurio.com el día 21-06-2020

Juan Jorge Faundes

Dr. Juan Jorge Faundes

Hace solo unos meses, en las Jornadas anuales de la Sociedad Chilena de Derecho Internacional (2020), formulé una observación a un destacado colega que exponía una tesis en orden a que hoy se podía entender reconocido el derecho al medio ambiente en el marco del Sistema Interamericano de Derechos Humanos y que tal derecho tenía un vínculo estrecho con el derecho a la identidad cultural. El profesor me respondió con contundentes argumentos que procuré “neutralizar” con dos constataciones ciertas a esa fecha: i) en cuanto al fondo, el “derecho al medio ambiente sano” solo estaba siendo admitido como un derecho de desarrollo progresivo; ii) en cuanto a las fuentes formales del Derecho Internacional en que se sustentaba, la Corte IDH no había reconocido este derecho en “ninguna sentencia” —lo interrumpí, cuando él citaba la OC 23-17 de la misma Corte—. Me re/replicó: “Pero vendrá”.

Pues bien, la decisión de la Corte IDH que faltaba en la materia llegó, se trata de la sentencia en el “Caso comunidades indígenas miembros de la asociación Lhaka Honhat (nuestra tierra) vs. Argentina” (fondo, reparaciones y costas), dictada el 6 de febrero de 2020, dada a conocer los primeros días de abril pasado.

Este fallo será objeto de estudio y muchos artículos (a los que me sumaré), pero en estas breves líneas solo me permito identificar cuáles estimo son sus ejes y principales novedades (sin seguir un orden en particular): 1) reconoce el derecho al medio ambiente sano y señala las obligaciones del Estado al efecto; 2) reafirma y desarrolla el derecho fundamental a la identidad cultural; 3) reconoce expresamente el “derecho a la alimentación adecuada” y el “derecho humano al agua”, entre otros (también aborda el derecho a la participación en proyectos u obras en su territorio y el derecho a las garantías y protección judicial); 4) en cuanto a las fuentes del Derecho Internacional: (i) a la luz del artículo 26 de la Convención Interamericana de Derechos Humanos, establece los imperativos jurídicos vinculantes que implica la obligación de desarrollo progresivo, (ii) reafirma su hermenéutica evolutiva y el principio de interdependencia de los derechos. No puedo aquí profundizar todos estos tópicos, eso quedará para la producción académica que se avecina. Solo me permito a continuación algunas alusiones que entrecruzan los ejes anteriores.

Primero, no puedo evitar detenerme en el derecho fundamental a la identidad cultural, que ha sido mi foco de estudio de los últimos años. Este derecho, como hemos venido sosteniendo, precisamente, desde la jurisprudencia previa de la Corte Interamericana, se trata de uno de naturaleza colectiva y de titularidad de las comunidades, pueblos indígenas, grupos afrodescendientes y sus respectivos miembros. El derecho fundamental a la identidad cultural implica, así, tanto proteger manifestaciones identitarias y culturales, como, en especial, la obligación de comprender los comportamientos de cada comunidad a la luz de su visión del mundo, de los significados que tal comunidad da a sus comportamientos, sin imponer los significados o pre-comprensiones de la cultura hegemónica, a la cual pertenece regularmente el intérprete. En estos términos, entendemos el derecho a la identidad cultural como un derecho matriz y un filtro hermenéutico, porque es un derecho sustantivo base, cuyo contenido debe garantizarse por el Estado y, al mismo tiempo, otorga significado modelando el sentido y alcance de los demás derechos de sus titulares en el proceso interpretativo (Campos Mello, Faundes, Le Bonniec, Ramírez, Vallejos, 2019, 2020).

En el sentido descrito, sintetizando, la decisión de la Corte, la sentencia: (i) reafirma el derecho a la identidad cultural como derecho fundamental individual y colectivo; (ii) establece mecanismos específicos de reparación para la vulneración del derecho en el caso en concreto y (iii) —en una novedad significativa para el constitucionalismo latinoamericano—, señala expresamente que el derecho a la identidad cultural es un derecho fundamental de todas las personas y grupos, integrante del derecho a “participar en la vida cultural” y no solo se trata de un derecho de pueblos indígenas y tribales (lo cual justifica con múltiples fuentes).

En particular, dijo la Corte IDH en la sentencia Lhaka Honhat en comento, que el derecho de las personas a disfrutar de su propia cultura guarda relación con los modos de vida estrechamente asociados al territorio y al uso de los recursos de los miembros de comunidades indígenas; que este derecho se manifiesta como “un modo particular de vida relacionado con el uso de recursos terrestres”; que “el derecho a la propiedad colectiva de los pueblos indígenas está vinculado con la protección y acceso a los recursos naturales que se encuentran en sus territorios”; que “el bienestar físico, espiritual y cultural de las comunidades indígenas está íntimamente ligado con la calidad del medio ambiente en que desarrollan sus vidas” y que “el vínculo de los miembros de una comunidad con sus territorios [resulta] fundamental e inescindible para su supervivencia alimentaria y cultural”.

Segundo, los derechos fundamentales reconocidos expresamente por la sentencia (“derecho al medio ambiente sano”, “derecho a la alimentación” y “derecho humano al agua”) son derechos “interconectados que se enmarcan en las obligaciones de desarrollo progresivo del Estado. En particular, la Corte Interamericana condena de forma directa al Estado por vulnerar la obligación de desarrollo progresivo contemplada en el artículo 26 de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH). Por ello, me referiré brevemente a los alcances del imperativo de adoptar las medidas necesarias para garantizar esos derechos (al medio ambiente, a la alimentación, al agua).

Más allá del acto formal de reconocimiento de derechos que hace buen tiempo vienen siendo reconocidos en múltiples instrumentos internacionales (aunque muchos de soft law), la novedad principal radica en dictaminar que el “desarrollo progresivo” es un imperativo plenamente exigible. Esto es, una obligación de desarrollo progresivo contenida en un tratado internacional (como fuente principal del DIP) debe cumplirse y mandar a hacer todo aquello a lo que se obligó el Estado con dicho compromiso internacional. Si bien para varios —me incluyo— este es un asunto jurídico elemental, son bien conocidas las tesis del “self executing” y el “not self executing”, varias veces acogidas con demasiada rapidez por los más altos tribunales chilenos y no poca doctrina (creo que el caso más ejemplar es el fallo TC 309-2000, de consideraciones profusamente reproducida1), que confunden las cosas.

Explico: una obligación de una fuente principal del DIP, como un tratado internacional, es siempre un imperativo, es siempre “autoejecutable”. Otra cosa es “qué” mandata, “a qué” obliga la norma, cuál es el contenido del compromiso. Por ejemplo, puede prohibir “ya” un hecho que identifica como ilícito, mandar “ya” a liberar ciertos tributos internacionales o constituir “ya” cierto órgano político o jurisdiccional internacional. Pero también, como muchas veces ocurre, puede mandar a “adoptar las medidas necesarias” para proteger cierto grupo o bien cuya vulnerabilidad reconoce. Donde radica el error normativo conceptual que este fallo acertadamente supera es que una obligación de desarrollo progresivo es un mandato plenamente exigible al Estado (en la gradualidad que la disposición indica), pero la disposición no es una afirmación meramente programática, no es solo semántica jurídica, ni requiere que —previamente— se dicten reglamentaciones para que después de ello, en un día incierto, recién la garantía del derecho pueda ser exigible, diluyendo el derecho reconocido (como suele empero afirmarse).

Por último, en esta sentencia la Corte IDH refuerza su argumentación en lo que podríamos llamar una “hermenéutica abierta”. Su conocida “interpretación evolutiva” y la visión de un corpus iuris de derechos humanos es reforzada con múltiples referencias, indistintamente a todo tipo de instrumentos internacionales, tales como otros tratados internacionales, jurisprudencia propia, decisiones de la CIDH, declaraciones en el plano universal y regional, recomendaciones, observaciones de la Asamblea General de Naciones Unidas, de la Asamblea General de la OEA, informes y recomendaciones de diversos organismos especializados. Incluso, genéricamente, referencia al TEDH y cita diversas constituciones latinoamericanas. La Corte va y viene desde las fuentes principales del DIP, pasa por las complementarias, refuerza con soft law, para de esta forma, finalmente, delimitar el contenido de las obligaciones contenidas en la CADH he ir estableciendo las obligaciones infringidas por el Estado, condenar y especificar las acciones de reparación pertinentes.

De esta forma, con el fallo la Corte refuerza su mirada de lo que se ha llamando un Ius Constitucionale Commune Americano (según la corriente impulsada por von Bogdandy, Mac-Gregor, Morales y Piovesan, entre muchos y muchas); o bien, como presupuesto del método argumentativo que otros venimos llamando un Constitucionalismo en red.

¿“Activismo judicial”, como dicen los críticos de la Corte? Puede ser. Sabemos las ventajas garantistas y también los riesgos de legitimidad de esta doctrina hermenéutica. Con todo, para terminar prefiero centrarme en los rostros de quienes conforman las comunidades de la Lhaka Honhat. Como relata Morita Carrasco (2014), el hábitat histórico de estas comunidades es el Chaco semi árido de la Provincia de Salta, al sur del río Pilcomayo, y se han visto profundamente afectados en su modo de vida por la construcción del Puente Internacional sobre el Río Pilcomayo, más una red de caminos y edificios instalados en su territorio. Ya en los años 60 se preguntaban cómo defenderse, en 1984 presentan su primer reclamo administrativo, en 1995 el primer recurso judicial, en 2001 llegan a la CIDH, en 2012 a la Corte IDH. Ahora, en 2020, obtienen sentencia favorable que otorga al Estado Argentino un plazo de seis años más para el cumplimiento de las reparaciones. Solo el futuro sabrá, más allá del reconocimiento simbólico —siempre relevante— si se hizo justicia.

* Juan Jorge Faundes Peñafiel es docente e investigador del Instituto de Investigación en Derecho de la Universidad Autónoma de Chile.


Sobre las críticas a la cuestión del “self executing” y el “not self executing” en la Sentencia 309-2000 del TC v. Carmona (2013; 2015); Correa (2001); Faundes (2013); Vásquez (2008).

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