Andrea Lucas Garin se refiere al Tratado Internacional sobre Alta Mar (BBNJ) en columna en coautoría
4 de marzo
La reciente aprobación en el Senado del Acuerdo sobre protección de la biodiversidad marina en alta mar y los fondos marinos, más conocido por su acrónimo inglés BBNJ, motiva a varias reflexiones respecto de nuestra política exterior.
Sabido es por todos la importancia de los océanos para un país como Chile. Su territorio nacional cuenta con más de cuatro mil kilómetros de costas, desde las que se proyectan 200 millas náuticas de zona económica exclusiva, que brindan membresía y relevancia en las diversas alianzas existentes en la cuenca del Pacífico. Su vocación tricontinental, abundancia de recursos marinos vivos y no vivos, así como el significativo flujo de transporte marítimo hacen del océano un recurso esencial que justifica el reciente énfasis en los océanos. En ello, la idea que Chile es un país con vocación oceánica parece acertada y corroborada.
Igualmente, lo es la importancia de suscribir nuevos instrumentos jurídicos internacionales. Si es que la política exterior chilena descansa en el respeto del Derecho Internacional, no se debe a meros formalismos, sino a la conveniencia y corrección de adscribir a estructuras legitimadas por la comunidad internacional. Es conveniente por cuanto resguarda los intereses nacionales detrás de reglas, procedimientos e instituciones que maximizan las posibilidades de cooperación; es apropiado en tanto promueve ideales de justicia y equidad en un intento de compatibilizar múltiples miradas bajo un solo tenor literal –de particular utilidad para un país pequeño/mediano del Sur Global-. Por ello, no es de extrañarse su expedita aprobación en el Senado.
Sin embargo, la intención de ser sede de la Secretaría de este acuerdo internacional luego de su entrada en vigencia dista de ser tan sencilla como suena. Su expedita aprobación en el Senado parece condecirse con la intención de mostrarse como un candidato serio de país anfitrión, pero en tanto pendan las 60 ratificaciones requeridas para su entrada en vigor, este evento no representa más que una sincera aspiración. En el ínterin, las autoridades tendrán la tarea de gestionar los apoyos necesarios para alcanzar tan anhelada posición.
Pero lo más complejo radica en la negativa percepción que suele tenerse de la instalación de sedes en lugares no tradicionales. Un ejemplo de ello es el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) –a menudo mencionado por la literatura académica sobre organizaciones internacionales- que ha sido cuestionado por instalar su sede en Nairobi, Kenia, en un sitio apartado del circuito tradicional donde circulan los capitales humanos y financieros necesarios para avanzar con su agenda institucional.
La relevancia de este caso estriba en los sesgos y resistencias que pueden esperarse de la propuesta chilena, que no obstante sus virtudes (estar ubicada en la costa de un país en desarrollo, perteneciente al Sur Global, conocido por su prolongada trayectoria regional en materias del derecho internacional del mar), debe enfrentarse a variables ajenas a los objetivos propios de la gobernanza global del alta mar. Será una pulsada entre lo tradicional y lo visionario, lo conveniente y lo apropiado. Resta observar cómo y en qué medida Cancillería sorteará estas dificultades.
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