Directora del Magister en Derecho de Consumo publica en Estado Diario columna sobre fuentes no legisladas y principios

03 septiembre 2024

Filósofos, historiadores y sicólogos han venido sosteniendo desde hace mucho tiempo que hay dos emociones que mueven al mundo: el amor y el miedo. Ellos son capaces de iniciar guerras, pero también de asentar alianzas, y asimismo, determinar la forma conforme a la cual se debe regir una sociedad.

Durante los siglos XVIII y XIX en Occidente estaban latentes las inquietudes naturales de todo ser humano. En aquel entonces -como ahora- se temía la incerteza. Sabido es que tendemos a buscar lo cierto, puesto que su ausencia deviene en un abismo. Una duda en torno al futuro no sólo es incómoda sino que además impide la construcción de un proyecto, y, sobre todo, genera angustia.

Las codificaciones de los siglos XVIII y XIX también temían. Eran herederas en gran medida de la Ilustración y como tal aborrecían la incertidumbre que podía derivarse de la costumbre y la tradición, por lo que privilegiaron las fuentes legisladas. Su origen burgués asimismo, asumió la igualdad de las partes, propició un sistema de circulación de la riqueza y promovió un régimen económico que podríamos llamar de libre mercado. “Nada hay más cobarde que el dinero, huye al primer peligro” se ha dicho, y en tal sentido, también la incertidumbre era aborrecida por la nueva clase social que comenzó a cobrar relevancia en los centros urbanos (burgos).

Cierto es que la tradición del Civil Law tiene un origen muchísimo más antiguo, pero cierto también es, que se consolidó en una codificación que se expandió en Europa y se proyectó fuertemente en las nuevas repúblicas americanas.

Con el siglo XX los temores cambiaron. Los conflictos bélicos y las revoluciones de aquellos años exhibieron los horrores que podía llegar a cometer un ser humano en contra de otro, en un contexto en el cual se asumía que la Modernidad había impreso civilidad a nuestra forma de vida. Quedó también en evidencia que las normas internas no sólo habían sido incapaces de tutelar la dignidad del ser humano, sino que además habían permitido su perversión. A partir de entonces el miedo se situó en posibilidad de que los derechos fundamentales fuesen vulnerados, lo que hizo pivotar el sistema hacia una revalorización de las normas internacionales y la eficacia de fuentes no necesariamente legisladas. La justicia se alzó como un valor supremo que debía privilegiarse incluso si ello mermaba la certeza de los textos escritos. Es más, se comenzó a concebir al Derecho de los Derechos Humanos como un nuevo Derecho Natural, que debía entenderse regir sea que cuente o no con una consagración normativa expresa.

El sistema de fuentes tiene así un correlato con los fines del Derecho: mientras las legisladas solemos asociarlas a la certeza jurídica, la consecución de la justicia -sobre todo la material- se la concibe como más cercana a la adecuación propia de las no legisladas. Desde luego, un orden adecuado debería incorporar elementos de ambos modelos, en el sentido de que ni uno ni otro considerado de manera aislada es suficiente para abordar la complejidad de la conducta humana.

Con todo, el impacto de las guerras y revoluciones en el Derecho fue tal, que implicó su reorientación -incluso de su dimensión patrimonial- hacia la persona, lo que devino no sólo en una relectura de los textos escritos en los cuales consta, sino que también una fuerte revalorización de los Principios Generales del Derecho. ¿Por qué entonces seguimos temiéndolos, aún cuando sabemos que en su invocación es factible arribar a soluciones justas?

Probablemente la respuesta radica precisamente en que, a quienes nacimos y fuimos formados dentro de la tradición del Civil Law y del liberalismo, nos parece que incorporan inestabilidad y duda a relaciones jurídicas cuyas consecuencias deseamos conocer con claridad.

¿Será fundado dicho temor? ¿Es verdad que los principios introducen incertidumbre al ordenamiento jurídico?

En cierta medida sí, pero como explica Nieto, dicha “turbulencia vital y arriesgada” es necesaria para la dinamicidad y progreso del Derecho. Por otra parte, la eventual incerteza que pudiera derivarse de la aplicación de los Principios como Fuentes del Derecho es mínima si se los trata con rigurosidad científica. El peligro por lo tanto no está en su vigencia, sino que en su deficiente tratamiento técnico, por el cual los contornos de su identificación y funciones se tornan en difusos. En este contexto, la incerteza inconveniente e indeseada puede deberse a al menos dos situaciones.

En primer lugar es posible que provenga de la falta de rigurosidad en torno a la determinación de las normas que efectivamente pueden ser consideradas como depositarias de un Principio General del Derecho. En efecto, para que se pueda pertinentemente invocar un principio debe además mencionarse cuál es su fuente, esto es, si es positiva (principios explícitos) o bien si se los ha derivado a partir de la especificación, generalización o del orden normativo (principios implícitos). La importancia de la calificación de tal o cual enunciación como principio resulta especialmente relevante atendido a que no sólo se le atribuye una impronta política sino que además se le pueden atribuir importantes funciones jurígenas (interpretación, integración, resolución de antinomias, etc.).

No bastaría por lo tanto simplemente con indicar de manera liviana que una declaración o enunciación es un principio, toda vez que, la rigurosidad exige que además se expresen con claridad las razones por las cuales se le podría reconocer tal carácter. En el Derecho de Consumo es lo que ocurriría con la “profesionalidad”, la “transparencia” y la “inocuidad”, por citar algunos ejemplos, en el sentido de que su defensa en tanto Principios Generales del Derecho de Consumo, debe ir necesariamente acompañada de la fundamentación de tal naturaleza.

En segundo término la incerteza que incomoda puede asimismo provenir de la falta de delimitación adecuada de las funciones que puede cumplir en un determinado ordenamiento. En esta ocasión, la rigurosidad también exige que la vigencia de eventuales aptitudes implícitas deba ser técnicamente fundamentada. Es lo que ocurre por ejemplo con el principio pro consumidor, atendido a que, en lo que dice relación con la teoría de las Fuentes del Derecho, únicamente su función interpretativa se encuentra reconocida expresamente (Art. 2 ter LPDC). Ello no significa que otras funciones (integración, resolución de antinomias) se encuentren automáticamente excluidas de la dinámica jurídica, pero a la defensa de su vigencia deben asociarse los fundamentos de la implicitud.

 

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