El pasado 4 de septiembre una amplia mayoría (61.8 %) de chilenos y chilenas rechazaron la nueva Constitución Política elaborada por la Convención Constitucional que había sido elegida democráticamente en mayo de 2021 y tenía una composición paritaria entre hombres y mujeres y escaños reservados para representantes de los pueblos indígenas. Tres lecciones trascienden las fronteras del país austral y sirven de advertencia a los proyectos políticos progresistas: los límites de la política identitaria, el significado de ganar en democracia y los dilemas de la representación en sociedades fragmentadas.
Los límites de la política identitaria
Las políticas de la identidad aciertan en señalar los problemas (discriminación y exclusión), pero a veces yerran en las soluciones (inclusión ventajista). En Chile, la propuesta de un Estado plurinacional y su armazón jurídica fue un elemento divisivo e interpretado por muchos como un grito de batalla de los representantes de las minorías indígenas.
Que esto puede ocurrir lo anticipó el politólogo Francis Fukuyama al plantear que los grupos identitarios reclaman igualdad, pero sus demandas pueden devenir en aprovechamiento de su condición minoritaria y en nuevas desigualdades. Durante la campaña, diversos sectores del Rechazo al texto constitucional se mostraron de acuerdo con un mayor reconocimiento de los pueblos indígenas (12.8 % de la población total según el censo de 2017), pero no con las formas jurídicas que le había dado la Convención. En sus recientes memorias, Agustín Squella, profesor de Derecho y exconvencional, dejó testimonio de su sorpresa por las veces que escuchó a los representantes de estos pueblos, así como a independientes, feministas y ecologistas diciendo que habían llegado hasta el órgano constituyente a representar su causa, y se quejaba de que no tuvieran una visión de conjunto.
Un proyecto político que pretenda corregir desigualdades no solo debe preocuparse por el qué, sino también por el cómo. La experiencia chilena muestra que no basta con que una sociedad se ponga de acuerdo en que hay sectores excluidos que deben estar más representados, sino que los modos de hacerlo deben evitar reproducir asimetrías que la mayoría de ciudadanos encuentren injustificadas.
¿Qué significa ganar en democracia?
La Convención Constitucional fue el producto institucional del estallido social de octubre de 2019. Ese fue su mito fundacional y el acontecimiento análogo a las revoluciones que dieron origen a textos constitucionales de Francia y Estados Unidos en el siglo XVIII y de las repúblicas latinoamericanas en el XIX. Imbuidos por esta lectura, varios convencionales construyeron un relato según el cual el proceso constituyente había sido alumbrado por la violencia vandálica de aquellos días más que por las multitudinarias protestas pacíficas que reclamaron cambios sustanciales.
Además de la crítica que merece la romantización de una violencia que cobró vidas y produjo destrucción y ruina aún notorias en Santiago y Valparaíso, quienes sostuvieron este relato no percibieron que la sociedad que en un primer momento tuvo una actitud de perplejidad y simpatía ante lo ocurrido, con el pasar de tiempo fue sintiendo irritación ante la misma y reclamaba que se tomara distancia de aquello.
Dicho de otro modo, los sectores más ideologizados de la Convención no se percataron de que el plebiscito de 2020 que validó con un 80 % la elaboración de una constitución que reemplazara la reformada actual pero nacida durante la dictadura, no recibieron una “hoja en blanco” para refundar el país, sino una hoja con notas al pie. De allí que concebir el proyecto constituyente como un “reseteo” o refundación del país cayó mal, y el malestar ante los nuevos padres y madres fundadores de la patria se acentuó con las muestras de arrogancia y de sinsentido común de algunos convencionales que, como dice Squella, parecían no entender el mandato que recibieron.
Por eso la nueva Constitución fue calificada como “partisana” es decir, sectaria o excluyente. Recién electo, el presidente Gabriel Boric les advirtió a los convencionales que no quería una Constitución partisana. Y cuando se conoció el texto final el pasado 4 de julio, el expresidente socialista Ricardo Lagos reiteró el adjetivo, pero ya como juicio global. Que la izquierda progresista no haya notado que esta crítica provenía de fuego amigo sugiere que entienden que ganar en democracia es intentar ganarlo todo y dejar amarrado el futuro. De allí que la lección de moderación política que entregó el plebiscito fue tan contundente como su resultado cuantitativo.
La representación política: ni cuantitativa ni automática
Los sectores dominantes de la Convención Constitucional (los independientes, el Partido Comunista y la izquierda progresista) se instalaron en la idea de una representación automática y definitiva de los reclamos ciudadanos. Es decir, razonaron más o menos así: “ya que nosotros representamos la ira del estallido social y no provenimos de la vieja clase política que ha gobernado en los últimos 30 años, lo que acordemos va a representar lo que realmente quiere el pueblo”.
Y en efecto, el Estado social de derecho, el cuidado del medio ambiente y la naturaleza, la solidaridad en reemplazo de la subsidiariedad y la centralidad de la dignidad expresaron tópicos de una agenda futurista. Sin embargo, que los representantes del poder constituyente lleguen a un órgano institucional en nombre de legítimos reclamos sociales no valida automáticamente cualquier modo de representarlos, menos aún si no se contrastan permanentemente con las preocupaciones del conjunto de la sociedad.
La representación política es quizás el problema más complejo que afrontan las democracias liberales contemporáneas. No obstante, parece claro que más que alcanzar una sumatoria de los reclamos de grupos o colectivos identitarios que disputan la hegemonía de los espacios políticos, el reto de la política sigue siendo interpretar al votante medio o al ciudadano común que quiere cambios y reformas más que revoluciones o inmovilismo institucional. Mientras no se entienda eso, algunos plebiscitos seguirán siendo estallidos de sentido común.