Profesor Nuñez Leiva publica columna en El Mostrador sobre la acusación constitucional de los jueces

28 de marzo 2024

El 13 de marzo recién pasado, se presentó en el Senado un proyecto de reforma constitucional que busca incluir a juezas y jueces de los tribunales de primera instancia dentro del catálogo de autoridades susceptibles de ser acusadas constitucionalmente. Por muy buenos que sean los objetivos que se persigan con esta iniciativa, diversas razones nos muestran que es muy desaconsejable.

La acusación constitucional es una herramienta que contempla la Constitución para hacer efectiva la responsabilidad de distintas autoridades. Actualmente procede en caso de que magistrados de los tribunales superiores de justicia hayan incurrido en lo que se denomina notable abandono de deberes, esto es, cuando de manera ostensible se desampara a las personas o cosas que se debe proteger en razón de las responsabilidades propias del cargo que se desempeña.

La acusación constitucional se presenta ante la Cámara de Diputadas y Diputados, requiere de la firma de entre diez y veinte de sus integrantes para ser interpuesta y de la mayoría de la Cámara Baja para ser declarada ha lugar. Luego pasa al Senado, donde para ser acogida requiere del voto de la mayoría de sus miembros en ejercicio. Desde que se declara ha lugar la persona acusada es suspendida en sus funciones y, si es acogida, resulta destituida e inhabilitada para desempeñar cualquier función pública, sea o no de elección popular, por el término de cinco años.

Como puede observarse, se trata de un procedimiento en virtud del cual el Congreso puede imponer severas sanciones a quien estime culpable. Se trata de una útil y potente herramienta constitucional para procurar la responsabilidad de distintas autoridades, pero que –como toda arma poderosa– debe guardarse para casos excepcionales por el riesgo que supone su aplicación. Así lo entiende hoy la Constitución cuando, a propósito del Poder Judicial, reserva su aplicación únicamente a las Cortes y no a todos los titulares de tribunales de primera instancia.

El hecho de que sea el Congreso a través de sus dos ramas el que conoce y sentencia la acusación constitucional es una excepción a una regla básica del Estado de Derecho: la separación de poderes. Mediante ella se procura evitar la intromisión de un poder del Estado en aquellas funciones que no le son propias y, en el caso del Parlamento, significa que a este le corresponde legislar, no juzgar ni gobernar.

La mencionada excepción se justifica dentro de la arquitectura de la Constitución vigente, puesto que –respetando la regla general de que el Poder Judicial es independiente de los otros poderes del Estado– hace aplicable la acusación constitucional únicamente para integrantes de las Cortes de Apelaciones y de la Corte Suprema, esto es, respecto de las cabezas del Poder Judicial y no respecto de todo su cuerpo.

Lo anterior de ninguna forma significa que los magistrados y magistradas de los tribunales de primera instancia no respondan por sus actos. Al contrario, todos los jueces y juezas son personalmente responsables por los delitos de cohecho, falta de observancia en materia sustancial de las leyes que reglan el procedimiento, denegación y torcida administración de justicia y, en general, de toda prevaricación en que incurran en el desempeño de sus funciones.

Además, los jueces son susceptibles de ser removidos de sus funciones en tres hipótesis más: (1) mediante un procedimiento conocido por la Corte Suprema, que puede ser iniciado por el Presidente de la República o a petición de parte en caso de que se estime que no han observado un buen comportamiento en el ejercicio de sus funciones, (2) a través un juicio especial, regulado por el Código Orgánico de Tribunales, denominado juicio de amovilidad, y (3) producto del sistema anual de calificaciones, en cuya virtud el funcionario que figure en la lista Deficiente o, por segundo año consecutivo, en lista Condicional, una vez firme la calificación respectiva, quedará removido de su cargo por el solo ministerio de la ley.

Por otra parte, jueces y juezas son controlados cotidianamente por sus actos y resoluciones a través de todo el sistema de recursos regulado por la ley y están sometidos a la denominada superintendencia económica, correctiva y jurisdiccional de la Corte Suprema.

¿Que ya existan distintas herramientas de control para la actividad de una autoridad es razón suficiente para descartar un nuevo mecanismo de control? El control del poder de las autoridades estatales es siempre bienvenido, pero en la medida que ese control no desnaturalice la función que se está controlando. Sin embargo, con el proyecto comentado ocurre justamente esto último. De aprobarse, la actividad judicial ya no consistiría en aplicar solamente la ley, sino en aplicarla en tanto ello resulte convincente para el Poder Legislativo. 

Este proyecto no propone un control que haga más eficaz la labor judicial, sino uno que insertaría en la función jurisdiccional la preocupación de no afectar los intereses políticos representados en el Congreso, subordinando el resultado de cada juicio a la necesidad permanente de contar con el beneplácito de la Cámara de Diputados y el Senado. En la práctica, cada juicio se vería, no como una audiencia conducida por un tercero imparcial, sino como un hemiciclo en donde el juez o jueza deben convencer con su resolución a los representantes del electorado.

Lo peligroso de esto, no se debe medir solo en la proporción de la función judicial que sería mermada, sino también por el nivel de poder que ello traspasaría al Congreso. El control del poder estatal mediante su distribución se logra no solo repartiéndolo en distintos órganos, sino procurando también que ninguno de ellos tenga más poder que el otro. De esta imperiosa necesidad se dieron cuenta aquellos que elaboraron la primera Constitución escrita del mundo, en 1787. También quienes han redactado la mayoría –si es que no prácticamente la totalidad– de las constituciones hoy vigentes.

Someter a jueces y juezas al poder del Congreso agregaría un control más a sus funciones, pero también le sumaría poder al Parlamento, transformándolo –de paso– en el órgano del Estado con mayor capacidad de influencia sobre el resto y sin contrapeso alguno. Con jueces y juezas acusables constitucionalmente, el Poder Judicial resultaría politizado, pero –igual e incluso más peligrosamente– también la política quedaría sin control. Algo insostenible en sí mismo, pero además paradójico por el momento en que se plantea: una época en que algunos sectores encienden alarmas por lo político o la politización de varias sentencias que se vienen pronunciando desde hace tiempo.

La existencia de acusaciones constitucionales o juicios políticos en contra de integrantes del Poder Judicial es una situación excepcional en los ordenamientos jurídicos del mundo y ella se reserva, al igual que en Chile, a magistrados de los altos tribunales. Cualquier interferencia en la actividad jurisdiccional afecta no solo a quienes la ejercen sino también a todos los ciudadanos y ciudadanas. Esto no es un eslogan, sino algo que ha sido afirmado tanto por la Corte Interamericana de Derechos Humanos como por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

En síntesis, a todas luces, esta iniciativa de reforma constitucional es innecesaria y peligrosa. Lo primero, porque ya existen distintos mecanismos para controlar la actividad de quienes ejercen la función judicial y, lo segundo, porque la herramienta propuesta afecta la independencia judicial –al punto de desnaturalizar la función jurisdiccional–, al mismo tiempo que incrementa sin control los poderes del Congreso.

 

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